lunes, 16 de noviembre de 2009

Abuelo Arbol

Era día de pago y el abuelo bajaba al pueblo, mi padre se escondía para evitarlo, nunca entendí porque, pero nos dejaba esperarlo afuera de la casa en la banca de madera tatuada con clavos y lápices en la que solíamos sentarnos mi hermano y yo. La impaciencia hacía fatigar mis ojos que procuraban y alucinaban su maltrecha silueta a lo lejos. De pronto de tanto aguaitarlo, un minúsculo punto empezaba a colorear el gris del camino viejo. El corazón se me salía del pecho y de un brinco ya ívamos corriendo a su encuentro, donde ser primero en abrazarlo era un duelo por la vida. su abriguito color ladrillo, con su botones de madera cuadrados que él mismo ahumo y barnizó junto al fuego el invierno pasado, su sombrero de siempre en fieltro gris, su bastón y su mano oculta tras la espalda, escondiendo un regalo; los pitos que tallaba con las ramas de álamo y su cuchillo con estuche de cuero que colgaba en su cintura sagradamente. Su cara con patacones rosáceos que delataban su caña de vino tinto donde la señora Corina, su pañuelo a cuadros arrugado como una acordeón y en el que siempre encontraba otro rinconcito donde seguir sonándose. El abuelo era como la savia, esa sustancia gelatinosa, espesa, viscosa y pegajoza que liberan los árboles, cubriendo la textura áspera y astillosa de los troncos viejos como si fueran lágrimas de conocimiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario