lunes, 16 de noviembre de 2009

Sara

Abuela ¿cuánto me quieres?...quién te enhebrará la aguja donde estés? Quiero que me compences con otra historia mis acarreaderos de agua de la noria...límpiame los mocos con tu delantal impregnado de albahaca y zedrón, revísame el pelo que autitos en mi cabeza han vuelto a transitar. Siempre estaré para alcanzar tu escupitin y jamás a nadie revelaré que te vi esconder un tesoro en el colchón de lana. Tampoco a nadie contaré que te oi llorar en el huerto, por culpa de mi padre que se burló de ti en la mesa al oirte sorbetear. gracias por ocultarme en tu rebajo a la hora de mi baño y por sembrar rodajas de papas en mi frente en los dias febriles de antaño.

La novia

La enajenada muchacha en cinta soñaba con el velo ondulante flameando desde el viejo escaparate en la tiendita. Uno de los trabajadores la escrutaba con la mirada: ¿qué calzones llevarás cuando te cases? y la novia con inusitada violencia estrelló su mano contra el rostro del imprudente, la saliva y las palabras que aún balbuceaba brotaron en un aflujo violento desde la boca del pobre hervidero humano. Reconstituída de nuevo en sus sueño nupcial. El polvillo que atrapaba diariamente la tela, la hacía estornudar millones de mariposas y destellos, que irrumpían como hilos plateados en el fulgor de su ilusión, sus pasos erráticos tropezaron con el piso agrietado de la vereda lanzándola de bruces en medio de la calle, el rictus de su boca dibujaba una sonrisa...por fin podía volar, el estruendo irrumpía en el tórrido verano de una calle superpoblada. Los gritos, la sirena... Confundía ella con la más sublime campanada anunciando su sueño consumado, convulsionando balbuceaba palabras incomprensibles, vitrineaba recuerdos agónicos, sus ojos giraban mirando los rostros que la rodeaban y murmuraban en sus oidos: que linda está la novia, que linda se ve. Mientras el anciano lustrabotas ahuyentaba a los curiosos que le robaban el aliento mirando su blanco vestido rojo, ¿está muerta? ¿está muerta repetían...la tomó de la mano apretándola en su partida y ella por fin en la suya soltó el ramo de flores frescas y se fue de la vida.

La carita de Dios

De regreso de la escuela mis tripas sonaban más que una orgullosa banda marcial, la fatiga y el sol extinguían hasta mis ganas de correr, cabizbaja y decaída mis ojos tropezaban con una pisoteada y maltrecha hoja de diario viejo. Un niño sentado en un basural, en un enjambre de moscas y escombro, escarbaba en su nariz un preciado bocado y otro de junto, con la patita torcida hurgueteando secresiones en su diminuto y arrugado prepucio, en el más arcaico y desesperado rito casi canibalístico de sobrevivencia y miseria humana, que se inscribiría en mi corazón como el más nítido vestigio de horror existencial.
Quienes quieran encontrar a dios, de seguro por allí lo encontrarán, él está más presente en los lugares debastados, y no esperemos a sufrir tanto para valorar la vida y el amor, tampoco huyamos ante la infinita visión.

Abuelo Arbol

Era día de pago y el abuelo bajaba al pueblo, mi padre se escondía para evitarlo, nunca entendí porque, pero nos dejaba esperarlo afuera de la casa en la banca de madera tatuada con clavos y lápices en la que solíamos sentarnos mi hermano y yo. La impaciencia hacía fatigar mis ojos que procuraban y alucinaban su maltrecha silueta a lo lejos. De pronto de tanto aguaitarlo, un minúsculo punto empezaba a colorear el gris del camino viejo. El corazón se me salía del pecho y de un brinco ya ívamos corriendo a su encuentro, donde ser primero en abrazarlo era un duelo por la vida. su abriguito color ladrillo, con su botones de madera cuadrados que él mismo ahumo y barnizó junto al fuego el invierno pasado, su sombrero de siempre en fieltro gris, su bastón y su mano oculta tras la espalda, escondiendo un regalo; los pitos que tallaba con las ramas de álamo y su cuchillo con estuche de cuero que colgaba en su cintura sagradamente. Su cara con patacones rosáceos que delataban su caña de vino tinto donde la señora Corina, su pañuelo a cuadros arrugado como una acordeón y en el que siempre encontraba otro rinconcito donde seguir sonándose. El abuelo era como la savia, esa sustancia gelatinosa, espesa, viscosa y pegajoza que liberan los árboles, cubriendo la textura áspera y astillosa de los troncos viejos como si fueran lágrimas de conocimiento.

Padre casi

Mi madre me amó tanto que aunque éramos seis, con ella siete y con mi padre casi ocho; jamás me dio once en la taza sin oreja. Sumergía la única bolsa de té zamba primero en mi taza, luego en la de mis hermanos y al final en la de ella, cuando ya el té apenas teñía el agua.